Mi moto se rompió. Quedó completamente destrozada sobre el asfalto. Las luces delanteras quedaron plenamente desquebrajadas. Minutos antes estaban intactas. Funcionaban perfectamente mostrándome la carretera. Una carretera vacía, nocturna y tranquila.
Yo iba tranquila, guiada por las rayas del asfalto y la luz que se formaba sobre el suelo, a medida que mi motocicleta se deslizaba por encima. Mi moto era segura, era bonita y me llevaba a todos sitios. Era mi vehículo favorito. La usaba para todo. Incluso para comprar el pan, aunque la panadería estuviera cerca y no la necesitara para nada. Daba igual, la cuestión no era a donde ir, si no usar la moto. Mi moto.
A pesar de lo conveniente que era mi moto, no lo vi venir. Mis luces no me mostraron el desastre. No supieron prever el impacto que provocaría aquel coche. Simplemente volé. Salí por los aires arrollada por otra persona, que circulaba sin tener en cuenta, que yo iba en mi moto favorita. Volé, subí muy alto y me caí de golpe. Me rompí la pierna, fracturándome el fémur. Sangré por mis manos y mi costado. Perdí mi vehículo, mi definición y mis ruedas, con un sólo golpe.
Desde aquel día no tengo automóvil. Soy una de los cien habitantes, de todo el planeta, que no va en moto. Ahora simplemente soy un peatón.
La gente suele pasar por mi lado mirándome con asombro. Las personas no suelen comprender que yo no viaje en moto. Todos tienen una. ¿Por qué iba alguien querer ir a pie, pudiendo usar una moto?
No les culpo. Les entiendo perfectamente. Yo antes era igual que ellos. Mi moto lo era todo para mí. Las ruedas, la carretera, mi casco, las luces y mis manos. No necesitaba nada más. Además mi moto tenía un asiento marrón chocolate de cuero. Era amplio y cómodo. Ideal para viajar sola confortablemente. No era una moto para dos, es cierto. Tampoco me compré la moto con esas pretensiones. Me la compré para mí. Lo hice con dieciocho años y los bolsillos llenos de sueños. Lo único que quería era disfrutar del viaje, de las vistas y el viento. Para lo demás ya tendría tiempo. Pero eso sería más adelante. Cuando la vida llamase a mi puerta y me presentase una lista de obligaciones.
El problema siempre radico en lo mismo. Nunca se presentaba el momento idóneo para tomar decisiones. Tal vez porque me dejé llevar, sin pensar. Sin proponerme nada. Total…la vida es eterna cuando nos creemos inmortales.
Pero la vida se da. No se puede planificar, ni escribir un guión sobre ella. La vida se vive, no basta con soñarla, porque a veces, se presenta en formatos que no esperamos, ni deseamos. En algunas ocasiones la vida te pide que mueras para volver a nacer. Eso fue exactamente, lo que me pasó a mí. Me quedé completamente desnuda, tirada sobre el asfalto, contemplando la imagen de mi moto destrozada.
Me tuve que levantar desorientada, vacilando y con miedo. Había pasado tanto tiempo encima de esas ruedas, que parte de la carrocería se había mezclado con mi propia piel. Me costó mucho tiempo separarme de mi misma, coger perspectiva y descubrirme desde mis cimientos. Meses de lágrimas, de soledad y búsqueda. Una búsqueda que en muchas ocasiones la sentí errática. Tal vez porque la inmediatez en un mundo tan grande, no existe. No es del todo real. O porque llegado a ese punto, en el que necesité conectar del todo con quien era, con mi esencia más espiritual y pura, lo tangible y lo efímero dejó de funcionarme.
Me convertí en una errante. Llegaba a un sitio remoto en el mundo, echaba un vistazo, lo probaba, lo saboreaba, lo hacía mío y me marchaba.
Viajé mucho. Años de caminos largos a pie. Conocí a muchísima gente. Personas que nunca me hubiera imaginado encontrarme en el mundo. Personas que no habría conocido de no ser por mis viajes. La mayoría de ellas, me hablaban desde sus motos. Sorprendidas de que existiera alguien como yo en este mundo.
Yo me paré con cada una de ellas a hablar. Les conté todo lo que había visto, y respondí a sus preguntas. Cualquiera que quisieran hacerme. Me divertía con sus intrigas. Aunque se repitieran las mismas preguntas, nunca estaban formuladas de la misma forma. Aprendí mucho de cada persona. De su forma de mirarme, de hablarme o de interesarse por mí.
Dejé de tener prisa. El tiempo se convirtió poco a poco en otra cosa. En su lugar, me dediqué a disfrutarlo. Decidí compartirlo con quien estuviera dispuesto a ver el mundo a través de mis ojos. Para mí, eso ha sido lo mejor de todo durante este tiempo: la versatilidad del ser humano.
No obstante, el camino no ha sido fácil. Algunas veces siento que no se quien soy sin mi vieja moto. Simplemente porque a veces dudo, de la forma que tienen mis pies y mis manos por si mismas. Como si el mundo sólo tuviera sentido cuando se surca sobre ruedas.
Cuando me miro y descubro mi cuerpo en este nuevo estado, me invade la confusión. Se me entrecorta la respiración y siento que el suelo no es del todo firme.
Me gusta cerrar los ojos cuando esto pasa. Levantar la cabeza y sentir como el viento mece mi pelo. Así conecto con mi luz. Esa llama iridiscente que me da paz en las noches oscuras. Ese brillo que me recuerda porque empecé mi viaje. Como una voz que me susurra al oído todo lo que antes no era. Así es como me oigo. Así es como conecto con todo lo que quiero en esta vida.
Necesito que el mundo se acomode a mis pasos y no al revés. Quiero descubrirme en un mundo sin ruedas. Sentir como el aire toca mi cara. Disfrutar de la quietud, viendo como los demás pasan con prisa, sin llegar nunca a pararse. Lo veo cada día. El movimiento eterno para no pensar, para no sentir. Aquí no hay nadie que mire el cielo y disfrute de las pequeñas cosas. La gente se pierde lo mejor de este planeta, por llegar a tiempo a un sitio del que saldrá con prisas.
Si no me hubiera caído de mi moto, hoy seguiría en marcha hacia ninguna parte. Con las ruedas en el asfalto sin pensar, sin saber a donde dirigirme, simplemente por la necesidad imperiosa de seguir moviéndome.
Pensaba que la culpa era mía. Que tenía un problema que me incapacitaba. Que mis manos no volverían a ser las mismas después de un accidente como el que tuve. Lo creí de verdad. Me convencí de ello porque quise creérmelo. Nadie me dijo jamás, que podía simplemente necesitar perderme. La gente no cuenta esas cosas. Entre otras cosas porque a veces no sabemos que tenemos más opciones. Nos creemos que sólo podemos ser una versión de nosotros mismos. Como si el verbo estar significara lo mismo que el verbo ser.
Yo soy la prueba viviente de que eso no es así. Ahora duermo en los parques. Como sola entre kilómetros de espacio vacío. Veo el mar y me hago preguntas. A veces es difícil, el mundo es muy grande, y no sé cuales son las rutas, las preguntas ni las respuestas. Yo sólo voy a pie. Mi ritmo es más lento que el de los demás habitantes de este planeta. La mayoría del tiempo pienso que nunca encontraré el camino. Que nunca sabré exactamente que estrella marca el norte.
Otras veces, en los días buenos, ocurren cosas que no se pueden experimentar cuando tienes ruedas. Cuando no tienes nada y no pretendes abarcarlo todo, puedes experimentar momentos de suma libertad. Puedes encontrar paz y calma en la inmensidad del amor a la vida. Consigues saber, que por un instante, eres completamente dueño de quien eres.
Así, fue como poco a poco, conseguí desprenderme de mis partes más artificiales. Conectando con mi esencia más innata. La parte más visceral que había enterrado al fondo de mi cuerpo. Debajo de un montón de problemas corrientes. Tras una capa de ilusión postergada, a un tiempo en el que todo fuese mejor. A un momento donde los astros se alineasen y la vida fuese perfecta para vivirla y disfrutarla. Que confundida estaba. Antes no sabía que la vida era hoy.
Tal vez ahora, cuando cojas tu moto, y sientas la carretera, la vida siga en su sitio. Puede que tus ruedas estén hinchadas y preparadas para rodar con vigor. Seguramente el motor sonará con música, la suya y la tuya. Un sonido mezclado por el paso de los años. Bajarás el visor de tu casco y emprenderás el camino que te lleve al sitio al que ansías llegar. Puede que mientras esto ocurre, a tiempo que cumples con el itinerario de tu viaje, me veas a lo lejos andando descalza. Es posible que la imagen te sorprenda y te preguntes que hago allí. La carretera seguirá su curso y yo pararé a tumbarme en la tierra mojada, para disfrutar del cielo.
¿Y tú?, ¿Cuándo fue la última vez que paraste?